El país que no se ve (pero se está moldeando)

No sería prudente que desconozcamos el grado de taradez que tenemos adelante. No por insulto, sino por definición simbólica: un nuevo tipo de discurso político, orgullosamente limitado, emocionalmente desbordado y sostenido por una épica de crueldad.

Editoriales - #NuestraMirada23/07/2025Martín OrellanoMartín Orellano

No es la derecha clásica. Tampoco es el tercio moderado que componía, hasta no hace mucho, ese equilibrio argentino entre un tercio progresista, uno conservador y uno volátil.

Este nuevo bloque no duda, no se disimula, no teme mostrarse tal como es.

La DerechaFest celebrada esta semana en Córdoba dejó algo más que discursos y merchandising. Fue la escenificación explícita de un nuevo constructo social que no sólo quiere gobernar, sino moldear cultura. Desde el video de apertura —que no escatimó enemigos, guiños estéticos ni consignas de guerra cultural— hasta los oradores elegidos, todo lo que ocurrió allí fue diseño de identidad: quiénes somos, qué odiamos, qué nos une.

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Pero lo más inquietante no es lo que se vio, sino lo que no se ve. Porque este nuevo relato no emerge solo de la política, sino de las plataformas: se construye desde los algoritmos que nos dicen qué país mirar. Cada uno de nosotros consume un país distinto, curado a medida. Las redes dejaron de ser espacios de información compartida para convertirse en mundos privados de validación emocional. Cada feed es una nación, cada timeline una cápsula.

Y ahí está el peligro más sutil: si este nuevo imaginario —reaccionario, agresivo, entreguista— logra instalarse no sólo en la política, sino en la cultura popular, entonces puede nacer una Argentina que no reconoce lo que alguna vez supo defender. No porque se la convenza, sino porque no la ve. Porque el algoritmo no le muestra el hambre, la bronca, la entrega, la pérdida de derechos, la fractura del lazo social. Sólo le muestra lo que quiere confirmar.

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La fractura del “tres tercios” y la nueva masa militante
Durante décadas, Argentina convivió con una tensión más o menos predecible entre tres tercios. Un tercio progresista que apostaba por la redistribución, la soberanía y los derechos sociales. Un tercio conservador, de matriz liberal, más interesado en el orden, la propiedad y la estabilidad. Y un tercio oscilante, a veces pragmático, otras desencantado, que pendulaba entre opciones según el humor social, el bolsillo y el miedo.

Ese esquema ya no describe lo que está ocurriendo.

El tercio reaccionario que hoy se consolida no es la derecha clásica. No se disfraza de republicanismo, ni esconde su desprecio por los sectores populares. Más bien, lo convierte en su marca: se enorgullece de su cinismo, su brutalidad verbal, su falta de piedad. Donde antes había eufemismos —“negros de mierda” dichos en voz baja y corregidos si se los miraba fijo— hoy hay gritos en cadena nacional y aplausos al odio como si fuera una virtud moral.

Este nuevo bloque no solo gana elecciones: quiere ganar la cultura. Y para eso necesita algo más que votos. Necesita una narrativa.

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La DerechaFest no fue simplemente un acto político. Fue una puesta en escena ideológica. Un festival con entradas, con merchandising, con estética global y gritos de guerra. Un evento donde Milei no es un presidente: es un líder cultural, un performer. Donde GordoDan no es un influencer: es un sacerdote del resentimiento, del sentido común brutal, del chiste convertido en tesis.

El video de apertura condensa todo: enemigos visibles (el Estado, el zurdaje, el periodismo), alianzas invisibles (los “productores”, los “vivos”, los “que se la bancan”), lenguaje binario, estética internacional (Bukele, Trump, Bolsonaro) y una estructura narrativa simple: hay malos, hay héroes, hay que pelear.

En el fondo, es un producto bien hecho. No busca convencer, sino reafirmar identidades. No apunta a discutir, sino a movilizar certezas. Es más fácil pelear cuando se sabe con quién y contra quién. La complejidad es un estorbo para el algoritmo. También para este nuevo poder.

 
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Las redes sociales no son un lugar de encuentro. Son máquinas de refuerzo emocional. Nos muestran lo que ya sentimos, nos devuelven la versión del país que confirma nuestros prejuicios. Así, quien se indigna ve razones para indignarse más. Quien cree que todo está perdido, ve derrumbe. Quien se siente invencible, ve enemigos vencidos.

En ese contexto, este nuevo relato reaccionario no solo avanza por la fuerza de sus ideas, sino por la debilidad de las nuestras. Porque no vemos el avance hasta que es demasiado tarde. Porque nos creemos a salvo en nuestros círculos de coincidencia. Porque asumimos que esta forma de pensar “no es mayoría” sin mirar que lo importante no es cuántos son, sino cuánto ocupan en el mapa simbólico.

Hay una construcción social en marcha, con ganas y con recursos para durar. Una forma de militar el odio que se vuelve aceptable. Una estética de la entrega —de la vida, del país, del otro— que no necesita justificación: le basta con mostrarse segura de sí.

Y si no aprendemos a mirar fuera del feed, si no buscamos las verdades que no se publican, si no escuchamos lo que se dice en las calles sin wifi, corremos el riesgo de perder no una elección, sino algo mucho más profundo: la posibilidad de reconocernos como comunidad que alguna vez supo luchar por lo que consideró justo.

Las próximas elecciones no son un trámite.

Son el momento en que el espejo se convierte en vidrio: donde la imagen se rompe o atraviesa.

El riesgo no es que el mono siga gritando desde su jaula.

El riesgo es que le entreguemos la navaja. Furioso, desatado y vengativo, ya no busca cambiar las reglas: busca revancha. Y lo más inquietante es ver a su dealer —el sistema económico que lo cebó, lo sostuvo y lo soltó— ahora decir, como Lamelas, que el país necesita otro rumbo.

Justo ahora, cuando ya vendieron hasta el freno.

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