Los Sicarios del Cipayato y la Patria Gaucha

Un viaje al corazón oculto de la historia argentina: de las “águilas del progreso” a la ley de Aduanas y la resistencia popular frente a los sicarios del capital. La disputa por un proyecto de país, contada desde adentro y no desde los libros de Mitre.

Historia según #NuestraMirada07/12/2025 Darío Forni


Julio Argentino Roca era tucumano y empleado de los dueños de los ingenios azucareros. Como presidente de la República mandó a un tal Bialet Massé a preguntar cómo era la Argentina que gobernaba, pero que no conocía.

El informe fue devastador. Escribió que los trabajadores eran “águilas del progreso”, héroes anónimos que abrían el canal de la riqueza de la que nunca iban a gozar. Su trabajo se pagaba con un peso con cincuenta y se creía haberlos recompensado con largueza. Eran mineros, peones, gente de campo. Hoy serían los repartidores, los freelancers, los que agradecen un café gratis mientras trabajan doce horas.

Pero setenta años antes se peleaba por otro país, y se había logrado un modelo distinto. Ese país no lo conocemos porque Mitre no quiso contárnoslo.

El protagonista de esa historia dejó la casa paterna adolescente, desnudo, rechazando hasta sus ropas porque no quería ese destino. Cuando lo persiguieron por sus ideas, los enemigos fueron a la estancia de su madre —que simpatizaba con ellos— y pidieron caballos para la lucha. Los caballos estaban muertos. Convicciones fuertes de verdad.

Los libros dicen que trabajó como administrador de estancias. Uno de sus patrones fueron los Anchorena, los de antes de 1853, los que supuestamente peleaban por la independencia, aunque vaya uno a saber. Se mantuvo al margen de la Revolución de Mayo. Diría más tarde: “en los tiempos anteriores, la subordinación estaba bien puesta, sobraban recursos y había unión”. Poco republicano, seguro, pero sabiendo dónde estaba el poder.

En 1813 se casó con Encarnación Ezcurra, compañera en la vida y en la política. Quiso ser empresario, y en 1815 se asoció con Ferrero y Dorrego para montar una explotación ganadera, saladero y exportación de productos varios en la estancia Los Cerrillos.

Al contrario de Roca, este hombre decía que se propuso adquirir la influencia de los gauchos haciéndose gaucho. Había que protegerlos, ser su apoderado, cuidar de sus intereses y ganarse su confianza. Y conocerlos como se debe.

En 1829 la Sala de Representantes lo proclamó gobernador de Buenos Aires con facultades extraordinarias, el título de Restaurador de las Leyes, y una administración ordenada: recorte de gastos, aumento de impuestos, superación del déficit fiscal y relaciones reanudadas con el Vaticano.

Pactó con algunos pueblos originarios y se enfrentó con otros. La campaña tuvo un saldo sangriento, sí, pero al final la paz con los originarios estaba resuelta.

En 1835 sancionó la Ley de Aduanas: protegía materia prima y producción nacional, prohibía importaciones que dañaran la industria local y gravaba con altos aranceles lo que nos perjudicaba. Cero libre mercado. Mucha soberanía.

Arregló conflictos con Francia e Inglaterra. El lugar de Argentina en el mundo estaba asegurado. Pero ahí entraron Urquiza y un tal Rothschild. Los bancos europeos nunca quisieron una patria con aduana, soberanía y gaucho en la mesa chica.

Montaron la liga: Antonio Cuyás y Sampé organizó el oro para pagar sicarios, el barón James Rothschild puso banca, y desde Brasil apareció Mauá, operador del capital británico. La resistencia de Montevideo sirvió para que Urquiza ganara en Caseros con financiamiento internacional. Ahí empezó el final de la patria gaucha.

El protagonista de esta historia era Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rosas y López de Osornio. Don Rosas.

Logró un lugar en el mundo cuando el capitalismo era adolescente, sin entregar soberanía ni dignidad. Organizó condiciones de trabajo donde el laburo no fuera esclavo. No necesitaba informes: veía y entendía con sus ojos.

Fue malo para imponer sus ideas, sí.

No fue Roca.


Fue lindo para algunos porque era rubio de ojos celestes, fue feo para los cipayos de adentro.
Fue bueno para los gauchos, limpio para sus enemigos, sucio para los traidores.

Murió en Inglaterra, donde sus enemigos siempre valoraron algo simple: no fue sicario del cipayato.

juan-manuel-de-rosas

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